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Ramón Martín Durbán

Lo que Ramón Martín Durbán dejó en mi álbum de autógrafos es algo más que un enredo de líneas. Son los cuatro puntos cardinales, las veletas, los ríos, los caminos entre España, Bogotá y Caracas. Es el árbol antiguo o las barbas pluviales del Dios bueno, dibujadas en el muro por el agua. Es la Quinta Alcubierre en la Avenida de la Facultad en Los Chaguaramos, porque Alcubierre tiene bosques de memorias en tierra aragonesa y él quisiera ser la raíz de un roble, o una rama de amargo romero entre el Moncayo y los Pirineos.

Como en los versos del chileno Julio Barrenechea, “el patio de la casa tenía un laurel rosa/ y una abuela de dulce mirada cariñosa”. Ahora vuelve la mirada azul de la abuela, con los cabellos tan blancos y la risa tan sonora y joven en la boca sin dientes, niña como los ojos.
(Abuela, algún día volveremos a jugar dominó! Y tendrá que hacer mucho café Rafaela).

“¿Qué hace Durbán en Caracas?” me preguntó un día el poeta Octavio Amórtegui...”Pinta” le contesté. Poco después conocí el poema a Pablo Brasselmann:

Nos dispersamos, viejo Pablo...
¿de Elsa y Sepel? Ya no hay afán.
A Miró se lo llevó el diablo.
En Caracas pinta Durbán.

Pintaba. Pintaba a América con devoción españolísima, con pincel de genio y de aragonés, que cuando ambas cosas se unen puede aparecer Don Francisco de Goya y Lucientes. Y escribía cartas que era emocionante recibir en una ciudad lejana entre la niebla.

Estoy pintando. Pinto sobre uno de los muchos estudios que traje de Guanare hace tres o cuatro años. Es una antigua deuda con lo que vi y sentí”...


Tenemos deudas. Pero el tiempo no alcanza para pagarlas, ni en el papel ni en el lienzo. Viejas deudas con lo visto y sentido, que tal vez no saldaremos nunca. De pronto llegaba otra carta:

Quizá sea mejor ser inconsciente, caminar anestesiado. Esto sería difícil cuando en concreto estamos acostumbrados a dibujar las cosas. El color es la vacación de Dios, su juego y lo que nos regala. Solo los contornos concretos o divagados nos pertenecen un poco, porque son nuestra propia imagen por donde se asoma una pequeña sombra que va midiendo las vecindades para no andar a tientas...

En su última carta decía con fuerza aragonesa:

No soy débil ante estos regateos que me escamotean las mil y cuatro esquinas, más impropias que personales. No soy débil cuando me restan las circunstancias, porque estas me vivifican, entre el pan tierno, el árbol, la piedra y la montaña naciente, que es la esperanza!

Los Chaguaramos caía en luz y cielo la tarde caraqueña sobre la amatista luminosa y múltiple del Ávila. Un día de 1968 quedaron quietos, ante el lienzo vacío y la paleta abandonada, los pinceles valerosos de Ramon Martín Durbán.