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  • La Poesía Mística y Humana de David Mejía Velilla

    Septiembre 23 de 2002

    La obra poética de David Mejía Velilla, nacido en Medellín en 1934 y muerto en Bogotá el 15 de septiembre de 2002, está presente en catorce títulos publicados entre 1964 y 1997. Son: Paisajes claroscuros, Regreso a la montaña, Los silencios, Nocturno de las criaturas, Iconos, Los días de la memoria, Historia del poeta, Estación de Dios, Pequeño Eliot, Canto Llanto, Los días y las noches, Memoria de Dios, Canto continuo y Vitrales, Los versos comunicantes de David Mejía contienen pensamientos profundos sobre temas humanos y teológicos, tratados con llaneza y claridad.

    Encuentra un mesurado acento bíblico, para hablar del viejo sabio que nos legó el Génesis, cuya palabra está impregnada del mismo espíritu que, en el momento de la Creación, se movía sobre las aguas. Porque: “Eran aquellas las prístinas aguas /antes de que se nos diera/ el agua de la vida / de que hablaba el Señor a la Samaritana”. Sube hacia el Altísimo, como la llama de la hoguera de Abel, esta poesía, cuyos mejores antecedentes en Colombia son los versos de Mario Carvajal, el poeta y maestro que nunca apartó sus ojos de las estrellas puras; Antonio Llanos, que las vio convertidas en llanto en el fondo de su alma y José María Vivas Balcázar, en las páginas luminosas de “María y el Víacrucis”.

    La personalidad recta y pura, bondadosa y austera de David Mejía, fue el hontanar donde acudían, en busca de la orientación segura de su palabra, los alumnos de la Universidad de la Sabana. En ella hizo parte de los visionarios fundadores, desempeñó las decanaturas de Comunicación Social y Derecho y la dirección del Departamento de Humanidades-. Poeta, historiador, académico, periodista y, ante todo, maestro, orientador de almas hacia la luz del conocimiento y el amor a Dios.

    Para todos y a toda hora tuvo puerta, corazón y mente abiertos de par en par.Tenía este poeta la sencillez de un niño y, al mismo tiempo, una capacidad ilimitada para iluminar la mente y el espíritu de todos aquellos que a su lado acudían. Porque “el Señor es piadoso/con los sedientos de esta agua/ que les da a raudales”.

    La Poesía Mística

    Como todos los grandes místicos (San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Santa Teresa de Jesús) que fueron sus lecturas juveniles y lo acompañaron para siempre, el poeta se sentía un pobre y miserable pecador ante la grandeza divina. Clamaba y reclamaba inexistentes pecados de olvido y de inconstancia, hablaba de deslealtad y de egoísmo, cuando era el más leal y generoso de todos. El, que siempre esperó el alba con los ojos limpios de malos sueños, se sentía disminuido y pequeño ante la gloria del Supremo Hacedor.

    Se atribuía faltas que no cometió nunca, para que en él les fueran perdonadas a todos los verdaderos pecadores. Mejía decía bellamente: “El Amor / es Dios / que en el fondo / del alma / nos compone / el juego de la vida: Callad / callemos / que hacer memoria del inmenso Amor / es traerlo de nuevo a mis estancias”

    La Poesía Humana

    En su poesía están el recuento y la memoria de su viaje por la vida real, su niñez, su juventud, los años transcurridos hasta ese 15 de septiembre cuando abrió sus ojos a la luz eterna. Son vivencias suscitadas por la música, los libros, el cine. Recordaba: “Cuando Josefita Mejía se moría de sentimiento al leer para las demás mujeres “El Ultimo Abencerraje”. Mientras tanto el padre, en la mina a cientos de kilómetros, pretendía buscar oro y escribía a sus niños cartas que los hacían llorar, de engañosa desolación y de terrible amor. Esta imagen del padre minero la encontramos también en la poesía del chileno Gonzalo Rojas, Premio Príncipe de Asturias de las Letras.

    David Mejía recordaba siempre “Corazón” de Amicis, que sigue abierto en las páginas remotas de la infancia. Otras veces sentía la necesidad de ser convencido de que es mentira la dolorosa parábola de Chaplin en “Tiempos Modernos”. Hablaba también de alguien muy valioso y muy amigo, muerto en el año 1982: “Un siete de diciembre / Julio Aguirre Quintero/ cazó a la muerte/con violencia la cazó /y yo quisiera de nuevo /oír su voz”.

    Con la inmensa ternura que le permitió escribir las páginas de “El Pequeño Eliot”, David Mejía contaba la historia de una madre que “los domingos por la tarde/ quedaba sola en la gran mansión / y no tenía otra dicha / que llevar la cuna junto al piano/ y abrir el libro en la partitura de Czerny / El crío entonces se animaba / Y pasaban como único instante / aquellas tres horas que la ternura y la dulzura destinaban a su juego dominical”. Leyéndolo sabemos que un aciago día el piano quedó cerrado para siempre.

    Para que volviera la alegría pasaban, marchando y marcando el compás, con sus trajes rojos y azules, los cadetes de la reina. Recordemos que la palabra que más frecuentemente se le escuchaba al poeta era la palabra “alegría”. La encontramos en uno de los poemas de “Regreso a la Montaña” (1965): A veces me recorre la alegrìa, me salta libremente,/ me invade por mis sombras,/se me hunde en las raíces/se acumula en mi tierra/ me alumbra.

    Strauss enmarcaba en las notas de un vals el nacimiento del primer amor. En el camino recorrido hay ecos del piano y el violín donde Victoria y Esther tocaban las nostálgicas melodías de Stephen Foster, huésped eterno de nuestra cabaña interior. La torre amarilla entre los árboles, flor de floresta, puede ser la misma torre del peregrino. El eco de un vals de Ernest Gillet suena en la fantasmagoría del recuerdo. “Pero nunca fuimos más reales/ ni tuvo la noche tanta verdad”

    Digamos ahora que nunca fue más real la poesía ni tuvo tanta verdad como en la obra de David Mejía, que circula como un soplo de aire fresco y limpio en estas horas de humo y de sombra.

    La Poesía Verdad

    Para David Mejía, el poeta es Prometeo, que roba el fuego de las alturas para entregarlo a los hombres y dejarles, para su consuelo, la esperanza. El poder de la fe es el poder del amor. “El amor es más fuerte que la muerte” dijo Salomón. David Mejía así lo reconoció y lo repetía: ”En el principio era el Amor, que después se hizo carne, de modo que nosotros lo conocimos y el Amor vino a nosotros, que no le recibimos, pues ni siquiera creímos en El. Pero el Amor se quedó con nosotros por siempre y hay que levantarse de madrugada para ir a buscarlo, como Isaías lo hizo: Mi alma te deseó en la noche y mi espíritu en mis entrañas madrugó por ti”.

    Con voz un tanto admonitoria, nos ordena el poeta: “Hay que ser madrugadores del Amor, como la ebria Magdalena del Viernes triste, como el mismo Amor cuando pasaba la noche con nosotros. Hay que sacudir esta tristeza, hay que llorar toda la noche, y saltar de alegría después al encuentro del Amor; hay que despertar tanta carne desamorada, porque pese a todo lo que de nosotros se podrá decir, nadie afirmará que el Amor ya no nos aguarda.”

    Jorge Zalamea, el autor de ”El sueño de las escalinatas” leyó los versos de David Mejía con “la apacible sensación de fresco reposo con que se mira, casi sin verlos, un lago quieto, un dibujo geométrico, una gaviota que repentinamente se inmoviliza en su vuelo”. Y decía Jorge Rojas, el gran maestro de “Piedra y Cielo”: “Me seducen sus hondas palabras, su frente onírica, su físico de varón metafísico, su nombre intencionadamente puesto”

    A Jorge Zalamea, sobre su Sueño de las Escalinatas, le dice David Mejìa: No las que descienden al Ganges, donde proclamabas un frío amor retórico, sino por las que ascendías al pequeño balcón para otear tu propia muerte sencilla donde nada te daba calor. Allí Jorge Zalamea, la piedad niña transformó tu oro y tu acero en la más casta y dulce ternura compasiva que dispuso tus carnes a la resurrección”

    En su poesía, además de la ternura humana y el éxtasis místico, se adivina una fuerza soterrada, que le da persistencia apostólica para convencernos de que Dios no está lejos. “Está aquí con nosotros y podemos hablarle de nuestros pesares y de nuestras faltas, porque El es amor y nos aguarda para olvidar nuestros agravios”. En su palabra está presente y viva la voz de su maestro, hoy San Josemaría, quien fue en la vida terrenal Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer.

    David Mejía entregó a la literatura colombiana los libros más trascendentes que se publicaron después de Piedra y Cielo. Leerlo hoy, es la prueba inconfundible de que su aliento poético subsiste más allá de la forma y del tiempo.

  • Memoria de David Mejía Velilla

    11 de septiembre 2003

    Nos hemos reunido para recordar a un poeta, a un historiador, a un académico, a un hombre de Dios. Sus libros contienen pensamientos profundos sobre temas teológicos, y sencillas vivencias humanas. Su palabra estaba impregnada del mismo espíritu que, en el momento de la Creación, se movía sobre las aguas.

    Porque “eran aquellas las prístinas aguas/ antes de que se nos diera/ el agua de la vida / de que hablaba el Señor a la Samaritana!

    Sube hacia el Altísimo, como la llama y el humo de la hoguera de Abel, esta poesía , cuyos mejores antecedentes en Colombia son Mario Carvajal, el que nunca apartó sus ojos de las estrellas puras, y Antonio Llanos, el que las vio convertidas en llanto en el fondo de su alma.

    La personalidad recta y pura, bondadosa y austera de David Mejía Velilla fue el hontanar donde acudían en busca de su palabra de maestro, los alumnos de la Universidad de la Sabana. Para todos y a toda hora tuvo puerta, corazón y mente abiertos de par en par.

    Tenía la sencillez de un niño y, al mismo tiempo, una capacidad ilimitada para orientar y enseñar a todos los que a su lado acudían. Porque ”El Señor es piadoso con los sedientos/ de esta agua / que les da a raudales”.

    En la poesía de David Mejía Velilla se oyen ecos del Cantar de los Cantares: ”Hay que ser madrugadores del Amor, como la ebria Magdalena del Viernes triste, como el mismo Amor cuando pasaba la noche con nosotros. Hay que sacudir esta tristeza, hay que llorar toda la noche y saltar de alegría después, al encuentro del Amor. Hay que despertar tanta carne desamorada, porque pese a todo lo que de nosotros se podrá decir, nadie afirmará que el Amor ya no nos aguarda”.

    Como todos los grandes místicos que orientaron sus lecturas juveniles: San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Santa Teresa de Jesús) el poeta se sentía un pobre y miserable pecador ante la grandeza divina. Clamaba y reclamaba pecados de olvido e inconstancia, hablaba de deslealtad y de egoísmo, cuando él era el más leal y generoso de todos. El, que siempre esperaba el alba con los ojos limpios de malos sueños, se sentía disminuido y pequeño ante la gloria del Supremo Hacedor. Y terminaba diciendo bellamente: “El Amor / es Dios/ que en el fondo/ del alma/ nos compone/ el juego de la vida: Callad/ callemos/ que hacer memoria del inmenso Amor/ es traerlo de nuevo a mis estancias”

    Con la honda ternura que le permitió escribir las páginas de “El Pequeño Eliot”, David Mejía Velilla contaba la historia de una madre que “los domingos por la tarde/ quedaba sola en la gran mansión/ y no tenía otra dicha que llevar la cuna junto al piano/ y abrir el libro en la partitura de Czerny. El crío entonces se animaba/ y pasaban como único instante/ aquellas tres horas que la ternura y la dulzura destinaban a su juego dominical”

    La torre amarilla entre los árboles, flor de floresta, puede ser la misma torre del peregrino. “Pero nunca fuimos más reales/ ni tuvo la noche tanta verdad”.

    Nunca fue más real la poesía ni tuvo tanta verdad como en la obra de David Mejía Velilla, que circula como un soplo de aire fresco y limpio, en esta hora de humo y de sombra.