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Maruja Vieira en la Poética de la Ausencia - Carlos Enrique Ruiz

Por: Carlos Enrique Ruiz

La expresión de Maruja congrega la palabra con la vibración de Gabriela Mistral, de Juana de Ibarbourou, de Delmira Agustini, o de Dulce María Loynaz, entre muchas otras en este subcontinente de la esperanza.

Apartes de la conferencia en la presentación del libro de Maruja Vieira Los nom­bres de la ausen­cia, Ediciones San Librario (2006). Pre­mio Mujeres de Éxito en la categoría de Arte y Cultura (2004). Centro Cultural y de Convenciones Teatro Los Fun­dadores, sala Óscar Naranjo, Manizales, 30 de marzo de 2006.

En la primera versión del Festival Internacional de Teatro, estuvo en Manizales en 1968, Pablo Neruda, a quien el escritor José Naranjo le pregun­tó: "¿Cree usted que la poesía del mundo hispánico pueda regresar en los años finales de este siglo [XX] a las formas métricas tradicionales?". Neruda le contestó, de su puño y letra: "Volverá y cambiará de nuevo... Poesía: si no vas y vuelves, si no te extravías y vuelves al camino y vuelves a extraviarte, ¡te mueres!".

Así es la poesía, como en general el arte y como la vida: un eterno proceso en simultaneidad de audacia y de retroceso. Es un partir para no regresar, tomados con y para el consuelo y el aliento. Es también un despegue, de volver a empezar, incluso a formas aparentemente "locas", en búsqueda incesante, sin satisfacer nunca.

La pregunta de Hölderlin "¿para qué poetas en tiempos de miseria?", resume, a su vez, el drama de la impotencia del arte frente a los conflictos que asedian a la humanidad, donde la palabra creadora es el refugio o escondite -aún el escape- de espíritus sensibles. La pregunta de Cortázar al poeta: "¿Cuánta nafta te queda para el viaje / que querías tan lleno de gaviotas?" (En: "Ándele" no. 3, de: "Salvo el crepúsculo"), es la aceptación de impotencia frente a lo descomunal del paso de la vida.

La poesía no se define, se hace y se destruye, la arrastra el viento y quizá la deposite en cualquier oasis de esperanza, sin ninguna pretensión redentora. La poesía es, sencillamente. Queda lo de quedar en huellas del tránsito apasionado del creador, casi siempre con escasa influencia duradera en los demás. La poesía destila el sufrimiento de sobrevivir en un mundo despiadado por la presencia de lo trágico. El creador se sobrepone y construye ese mundo, el de su obra, como especie de castillo en el aire, pero de existencia real en el campo de la subjetividad propia.

La poesía no deja de ser el rastro de noches en vela, o el despertar de la conciencia en las madrugadas, o el desamparo en el corazón de los ocasos. Siempre la poesía busca asidero en alma ajena, para quedar adherida en la nostalgia que ni el viento retiene. En la memoria se desdibujan los paisajes, las escenas tempranas, la actitud compasiva o de clemencia, y aún los yugos que duelen al caminar. Quedan contornos, siluetas, fantasmas en el aliento de las palabras. Y permanece la voz del poeta acompañando el sigilo de otros pasos, con el reclamo de "Puertos para una noche / y un alba, nada más / (...)" (Maruja Vieira, "Sueño del Mar").

Luis Cernuda en su "Canto a la Tristeza" dice: "Luchamos por fijar nuestro anhelo,  / como si hubiera alguien,  / más fuerte que nosotros,  / que tuviera en memoria nuestro olvido." Sensación imperecedera en los versos que acompañan a la vida y que van en tumbos por la geografía y por el tiempo, en la continua lucha entre olvido y memoria.

Maruja Vieira enfrenta en su obra estos conflictos, con la impotencia a flor de piel; por ejemplo, al recordar a Anna Frank, quien "esperaba el amor y fue la muerte" la que llamó a su puerta, o al evocar también a Antonio Machado en "el exilio y el llanto" con tumba humilde en Collioure, de soledad infinita frente al mar.

Maruja Vieira, Sin Patrones en la Poesía

Maruja nació en Manizales, y sus paisajes, con los crepúsculos de nostalgia, se le pegaron al alma de por vida, con sangre anglosajona y de pensador guerrero de las breñas andinas, con tradición, por ambas vertientes, de sensibilidad por el arte, por la solidaridad y en especial por la poesía. Su destino la llevó desde la infancia al altiplano y posó su humanidad en otros ámbitos de latitudes diversas. Creció con dignidad de conciencia y palabra encantada, lejana de lo superfluo e insustancial.

Desde sus primeros cantos hasta los de hoy, su palabra guarda discreción, mesura, y síntesis, en delicados versos, ingrávidos, que levitan en su propia voz.

Su obra está emparentada con los clásicos españoles, en especial con Antonio Machado, y con las tradiciones marcadas por sangre y por herencia materna de palabra y pensamiento, que en maravilloso sincretismo le han dado ponderación y espíritu siempre alerta; con toques de saludable y moderada capacidad de libre examen. Articulada con voces de la América profunda y hermana de poetas en la propia patria, con sensibilidad de viento, de lluvia, de crepúsculo, de memoria en eterna construcción, de olvidos que se asoman como ráfagas al cruce de los caminos.

Miembro de número en la Academia Colombiana de la Lengua, relacionista especializada en comunicación institucional, docente, periodista cultural, funcionaria transeúnte de Estado, sin olvidar sus comienzos de mecano-taquígrafa bilingüe en empresa privada, pero ante todo una lectora voraz y decidora envidiable a viva voz de su propia poesía, sin que los años mengüen la profundidad del tono, a la manera del registro medio del chelo en una suite de Bach, en las manos mágicas de Casals o de Tortelier. Silvio Villegas la calificó de "voz acariciadora", en sus lecturas de veladas inolvidables.

Álvaro Sanclemente, en 1947, vio transitar su poesía "por una melodiosa comarca donde la melancolía habita con su delgada presencia de niebla o la tristeza de algún amor llega suavemente lo mismo que desciende una fría lluvia de pétalos".

En 1953, al publicarse Palabras de la Ausencia en la nunca suficientemente recordada y celebrada Editorial Zapata de Manizales, el gran humanista Baldomero Sanín-Cano (1861-1957), algo así como el Alfonso Reyes de nosotros, valoró la obra de Maruja al comprender que en sus primeros poemas nacía un poeta de vuelo y larga duración, justo por esa característica tan suya de tender una comunicación acertada entre los sentimientos que quiere expresar y el lector, en especie de "poder mágico", sin perder la nitidez en las sugerencias y en el sentido.

El novelista y cuentista Adel López-Gómez identificó, en 1961, la “ternura como la cualidad protuberante de sus versos”.

El crítico Jaime Mejía Duque, en especial estudio de 1984 sobre su obra total hasta ese entonces, desentrañó el sentido coherente en la noción del amor que trajina la autora de manera reiterada, y apreció su lirismo en un proceso distinto al frecuente en los poetas, en el que antes de dejarse llevar por la metafísica o el subjetivismo, decanta la expresión para hacerla cada vez más transparente y vibrante, con características de economía y llaneza. Apreciación de esta naturaleza nos recuerda el llamado de Kafka al poeta, a quien le pide traducir su experiencia humana en lenguaje de apariencia "llano y familiar"; feliz concordancia en la apreciación del crítico Mejía Duque.

Finalmente, el académico de la lengua, David Mejía Velilla, también poeta de luces, especie de asistente espiritual de Maruja, exaltó en las palabras preliminares a Los Nombres de la Ausencia, la singularidad de su poesía, en la que identifica cualidades como la pureza, la palabra verdadera, su duración en el tiempo, el misterio del amor, la hondura, la precisión..., en últimas, la sabiduría poética.

El Poeta que Se Es

La expresión de Maruja congrega la palabra con la vibración de Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Delmira Agustini o Dulce María Loynaz, entre muchas otras en este subcontinente de la esperanza. Y en lo más cercano, en lo nacional y regional, de otras voces no menos significativas como las de Dominga Palacios, Carmelina Soto, Beatriz Zuluaga, con los antecedentes de Agripina Montes del Valle, y la cálida compañía de sus contemporáneas Matilde Espinosa, Dora Castellanos y Meira Delmar.

Pero no hay una poesía de la mujer y del varón, en oposición franca. Hay una poesía en sí, que sale de una y otro, en busca de su lugar en el mundo. Y los versos de Maruja son de poeta, sin género, o mejor, con género humano, ceñidos a los goces y tragedias de la vida, a lo escabroso del camino, y aún a la distracción de los meandros que entretienen las aguas al bajar de las montañas, como la vida, con destino a la inmensidad de un mar de incertidumbres.

En su poesía se asoman voces ya ausentes; memoria de lo que se lleva en la intimidad, en la ternura de la mirada, en el dejo de la conversación que trae a cuento anécdotas o lo que va quedando en la forma de nostalgia, con el matiz de saudade. O bajo el recuerdo de caricias y besos, o del diálogo afectuoso entre personas en sintonía de espíritu. Poesía que destila esos trances del amor sublimado, en palabras bien alejadas de la cursilería, tan de uso. El escritor Ignacio Ramírez ha dicho, a este propósito y con sobra de razones, que ella "renovó de alguna manera el romanticón, melifluo y julio-floresco ambiente de la patria boba". Y, aún más, su Clave Mínima (1965) fue aliento renovador de impacto en esta provincia, en sincronía con los efectos refrescantes de La Inicial Estación (1961) de Fernando Mejía Mejía, de La Ciega Esperanza (1961) de Beatriz Zuluaga y de Azul Definitivo (1965) de Dominga Palacios…”.

*Carlos-Enrique Ruiz. Académico correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua.